„No había piedad en ellos, ni siquiera esos ápices de humanidad que a veces uno vislumbra incluso en los más desalmados. Frailes, juez, escribano y verdugos se comportaban con una frialdad y un distanciamiento tan rigurosos que era precisamente lo que más pavor producía; más, incluso, que el sufrimiento que eran capaces de infligir: la helada determinación de quien se sabe respaldado por leyes divinas y humanas, y en ningún momento pone en duda la licitud de lo que hace. Después, con el tiempo, aprendí que, aunque todos los hombres somos capaces de lo bueno y de lo malo, los peores siempre son aquellos que, cuando administran el mal, lo hacen amparándose en la autoridad de otros, en la subordinación o en el pretexto de las órdenes recibidas. Y si terribles son quienes dicen actuar en nombre de una autoridad, una jerarquía o una patria, mucho peores son quienes se estiman justificados por cualquier dios. Puestos a elegir con quien habérselas a la hora, a veces insoslayable, de tratar con gente que hace el mal, preferí siempre a aquellos capaces de no acogerse más que a su propia responsabilidad. Porque en las cárceles secretas de Toledo pude aprender, casi a costa de mi vida, que nada hay más despreciable, ni peligroso, que un malvado que cada noche se va a dormir con la conciencia tranquila. Muy malo es eso. En especial, cuando viene parejo con la ignorancia, la superstición, la estupidez o el poder; que a menudo se dan juntos. Y aún resulta peor cuando se actúa como exégeta de una sola palabra, sea del Talmud, la Biblia, el Alcorán o cualquier otro escrito o por escribir. No soy amigo de dar consejos –a nadie lo acuchillan en cabeza ajena-, mas ahí va uno de barato: desconfíen siempre vuestras mercedes de quien es lector de un solo libro.“