„Al volver de mi largo viaje por el Oriente, había tratado de completar casi frenéticamente aquel inmenso decorado de una obra terminada ya en sus tres cuartas partes. Ahora retornaba a él, para acabar allí mis días de la manera más decorosa posible. Todo estaba ordenado para facilitar tanto el trabajo como el placer: la cancillería, las salas de audiencias, el tribunal donde juzgaba díficiles, me evitaban los fatigosos viajes entre Tíbur y Roma. Aquellos evocaban a Grecia: el Pecilo, la Academia, el Pritáneo. Sabía de sobra que el pequeño valle plantado de olivos no era el de Tempe, pero llegaba a la edad en que cada lugar hermoso nos recuerda otro aun más bello, donde cada delicia se carga con el recuerdo de delicias pasadas. Aceptaba entregarme a esa nostalgia que llamamos melancolía del deseo.“

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