„Qué inoportuno eres, E’lir. ¿No ves que desentonas? Vuelve más tarde. —Giró de nuevo la cabeza, ignorándome.Di un resoplido y me incliné sobre el mostrador, estirando el cuello para leer lo que había escrito en la hoja de papel que Ambrose había dejado allí.—¿Que yo desentono? Por favor, pero si este verso tiene trece sílabas. —Di unos golpecitos con el dedo en la hoja—. Y no es verso yámbico. La verdad es que no sé si tiene alguna métrica.Ambrose giró la cabeza y me miró con irritación.—Cuidado con lo que dices, E’lir. El día que te pida ayuda para componer un poema será el día en que…—… será el día en que tengas dos horas libres —le interrumpí—. Dos horas largas, y eso será solo para empezar. «¿Así encuentra también bien el humilde tordo un suyo rumbo?» Mira, no sé por dónde empezar a corregir eso. No se aguanta por ninguna parte.—¿Qué sabrás tú de poesía? —dijo Ambrose sin molestarse en girar la cabeza.—Sé distinguir un verso que cojea cuando lo oigo —contesté—. Pero este ni siquiera cojea. La cojera tiene ritmo. Esto es como alguien cayendo por una escalera. Una escalera de peldaños irregulares. Con un estercolero al final.—Es un ritmo saltarín —me dijo con una voz tensa, ofendido—. Es lógico que no lo entiendas.—¿Saltarín? —Solté una risotada de incredulidad—. Mira, si viera «saltar» así a un caballo, lo sacrificaría por piedad, y luego quemaría su cuerpo para evitar que los perros lo mordisquearan y murieran.“
„Volvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio triple.El primer silencio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas que faltaban. Si hubiera habido caballos en los establos, estos habrían piafado y mascado y lo habrían hecho pedazos. Si hubiera habido gente en la posada, aunque solo fuera un puñado de huéspedes que pasaran allí la noche, su agitada respiración y sus ronquidos habrían derretido el silencio como una cálida brisa primaveral. Si hubiera habido música… pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.En la posada Roca de Guía, un hombre yacía acurrucado en su mullida y aromática cama. Esperaba el sueño con los ojos abiertos en la oscuridad, inmóvil. Eso añadía un pequeño y asustado silencio al otro silencio, hueco y mayor. Componían una especie de aleación, una segunda voz.El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá empezaras a notarlo en las gruesas paredes de piedra de la vacía taberna y en el metal, gris y mate, de la espada que colgaba detrás de la barra. Estaba en la débil luz de la vela que alumbraba una habitación del piso de arriba con sombras danzarinas. Estaba en el desorden de unas hojas arrugadas que se habían quedado encima de un escritorio. Y estaba en las manos del hombre allí sentado, ignorando deliberadamente las hojas que había escrito y que había tirado mucho tiempo atrás.El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscuros y distantes, y se movía con la sutil certeza de quienes saben muchas cosas.La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte.“
„Una mano pequeña y fría me acarició la mejilla.—No pasa nada —dijo Auri en voz baja—. Ven aquí.Empecé a llorar en silencio, y ella deshizo con cuidado el apretado nudo de mi cuerpo hasta que mi cabeza reposó en su regazo. Empezó a murmurar, apartándome el cabello de la frente; yo notaba el frío de sus manos contra la ardiente piel de mi cara.—Ya lo sé —dijo con tristeza—. A veces es muy duro, ¿verdad?Me acarició el cabello con ternura, y mi llanto se intensificó. No recordaba la última vez que alguien me había tocado con cariño.—Ya lo sé —repitió—. Tienes una piedra en el corazón, y hay días en que pesa tanto que no se puede hacer nada. Pero no deberías pasarlo solo. Deberías haberme avisado. Yo lo entiendo.Contraje todo el cuerpo y de pronto volví a notar aquel sabor a ciruela.—La echo de menos —dije sin darme cuenta. Antes de que pudiera agregar algo más, apreté los dientes y sacudí la cabeza con furia, como un caballo que intenta liberarse de las riendas.—Puedes decirlo —dijo Auri con ternura.Volví a sacudir la cabeza, noté sabor a ciruela, y de pronto las palabras empezaron a brotar de mis labios.—Decía que aprendí a cantar antes que a hablar. Decía que cuando yo era un crío ella tarareaba mientras me tenía en brazos. No me cantaba una canción; solo era una tercera descendente. Un sonido tranquilizador. Y un día me estaba paseando alrededor del campamento y oyó que yo le devolvía el eco. Dos octavas más arriba. Una tercera aguda y diminuta. Decía que aquella fue mi primera canción.—Nos la cantábamos el uno al otro. Durante años. —Se me hizo un nudo en la garganta y apreté los dientes.—Puedes decirlo —dijo Auri en voz baja—. No pasa nada si lo dices.—Nunca volveré a verla —conseguí decir. Y me puse a llorar a lágrima viva.—No pasa nada —dijo Auri—. Estoy aquí. Estás a salvo.“
„Recorría sin descanso la inmensidad del sur con su pequeño ejército, adentrándose en los bosques húmedos y sombríos, bajo la alta cúpula verde tejida por los árboles más nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometría. Las patas de los caballos pisaban un colchón fragante de humus, mientras los jinetes se abrían camino con las espadas en la espesura, a ratos impenetrable, de los helechos. Cruzaban arroyos de aguas frías, donde los pájaros solían quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergían a los recién nacidos. Los lagos eran prístinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podían contarse las piedrecillas en el fondo. Las arañas tejían sus encajes, perlados de rocío, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pájaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar. La luz se filtraba entre las hojas y dibujaba sombras en el paisaje; la niebla subía del suelo tibio y envolvía el mundo en un hálito de misterio. Lluvia y más lluvia, ríos, lagos, cascadas de aguas blancas y espumosas, un universo líquido. Y al fondo, siempre, las montañas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otoño el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnífico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo. El Jardín del Edén, la tierra prometida, el paraíso. Mudo, mojado de lágrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile.“