„Para el obispo, la vista de la guillotina fue un golpe terrible del cual tardó mucho tiempo en reponerse. En efecto: el patíbulo, cuando está ante nuestros ojos levantado, derecho, tiene algo que alucina. Se puede sentir cierta indiferencia hacia la pena de muerte, no pronunciarse ni en pro ni en contra, no decir ni sí ni que no mientras no se ha visto una guillotina; pero si se llega a ver una, la sacudida es violenta; es menester decidirse y tomar partido en pro o en contra de ella. Los unos admiran, como De Maistre; los otros execran, como Beccaria. La guillotina es la concreción de la ley: se llama ‘vindicta’; no es indiferente ni os permite que lo seáis tampoco. Quien llega a verla se estremece con el más misterioso de los estremecimientos. Todas las cuestiones sociales alzan sus interrogantes en torno de aquella cuchilla. El cadalso es una visión: no es un tablado ni una máquina, ni un mecanismo frío de madera, de hierro y de cuerdas. Parece que es una especie de ser que tiene no sé qué sombría iniciativa. Se diría que aquellos andamios ven, que aquella madera, aquel hierro y aquellas cuerdas tienen voluntad. En la horrible meditación en que aquella vista sume al alma, el patíbulo aparece terrible y como teniendo conciencia de lo que hace. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora, come carne, bebe sangre. Es una especie de monstruo fabricado por el juez y por el carpintero; un espectro que parece vivir una especie de vida espantosa, hecha con todas las muertes que ha dado.“
„Recorría sin descanso la inmensidad del sur con su pequeño ejército, adentrándose en los bosques húmedos y sombríos, bajo la alta cúpula verde tejida por los árboles más nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometría. Las patas de los caballos pisaban un colchón fragante de humus, mientras los jinetes se abrían camino con las espadas en la espesura, a ratos impenetrable, de los helechos. Cruzaban arroyos de aguas frías, donde los pájaros solían quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergían a los recién nacidos. Los lagos eran prístinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podían contarse las piedrecillas en el fondo. Las arañas tejían sus encajes, perlados de rocío, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pájaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar. La luz se filtraba entre las hojas y dibujaba sombras en el paisaje; la niebla subía del suelo tibio y envolvía el mundo en un hálito de misterio. Lluvia y más lluvia, ríos, lagos, cascadas de aguas blancas y espumosas, un universo líquido. Y al fondo, siempre, las montañas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otoño el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnífico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo. El Jardín del Edén, la tierra prometida, el paraíso. Mudo, mojado de lágrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile.“