„La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias. […]Cada una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español. Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.“
„Si, pues, el Estado es la vasta maquinaria de la delincuencia y de la agresión institucionalizadas, la «organización de los medios políticos» con el objetivo de enriquecerse, esto quiere decir que nos hallamos ante una organización criminal y que, por consiguiente, su categoría moral es radicalmente distinta de la de cualquiera de los legítimos dueños de propiedades. (…) Significa, por poner un ejemplo, que nadie tiene la obligación moral de obedecerle. En cuanto que es una organización criminal, cuyas rentas e ingresos proceden de impuestos delictivos, el Estado no puede poseer ningún justo derecho de propiedad. De donde se concluye que no puede ser ni inmoral ni injusto negarse a pagar los impuestos del Estado, ni adueñarse de sus propiedades (porque son propiedades en manos de agresores), ni rechazar órdenes, ni quebrantar contratos hechos con él (ya que no puede ser injusto romper pactos con criminales). En el terreno de la moral, y desde el punto de vista de una auténtica filosofía política, ‘robar’ al Estado significa arrancar la propiedad a unas manos criminales. (…). También es, a fortiori, moralmente lícito engañar al Estado. (…) Lo dicho no significa, por supuesto, que aconsejemos ni menos que exijamos la desobediencia civil, ni incitamos a la rebelión fiscal ni a robar y mentir al Estado. Estas actitudes son poco recomendables, sobre todo si se tiene en cuenta que el aparato estatal dispone de una ‘force majeure’. Lo que pretendemos decir es que estas acciones son justas y moralmente lícitas. Las relaciones con el Estado deben guiarse por consideraciones de simple prudencia y pragmatismo, que implican que los individuos deben tratar con el Estado como un enemigo que es, por el momento, más poderoso.“