„Su antepasado Sebastián d’Anconia había salido de España varios siglos atrás, en una época en que aquél era el país más poderoso del mundo, y aquel hombre era uno de sus personajes más orgullosos. Había tenido que marcharse cuando un alto funcionario de la Inquisición le había sugerido ciertos cambios en su manera de actuar durante una cena en la corte, y Sebastián d’Anconia le había arrojado un vaso de vino a la cara. Había logrado escapar, dejando atrás su fortuna, sus fincas, su palacio de mármol y la mujer a la que amaba, y había partido hacia un nuevo mundo. Su primera propiedad en la Argentina fue una cabaña de madera a los pies de los Andes. El sol resplandecía como un faro sobre el escudo de plata de los d’Anconia, clavado sobre la puerta, mientras Sebastián d’Anconia excavaba la tierra en busca de cobre en su primera mina. Pasó varios años, pico en mano, rompiendo rocas desde el amanecer hasta la puesta del sol, con ayuda de unos cuantos aventureros, desertores del ejército español, convictos fugados e indígenas hambrientos. Quince años después de haber salido de España, Sebastián d’Anconia mandó buscar a la mujer que amaba y que lo estaba esperando. Al llegar, ella encontró el escudo de plata sobre la entrada de un palacio de mármol, en medio de un inmenso jardín, y, más lejos, las montañas estriadas por las rojas vetas del metal. La tomó en sus brazos para cruzar el umbral y a ella le pareció más joven que cuando lo había visto por última vez.“
„(…) Vivimos en una sociedad sombría. Lograr el éxito, ésta es la enseñanza que, gota a gota, cae de la corrupción a plomo sobre nosotros.Digamos, sin embargo, que eso que se llama éxito es algo bastante feo. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres. Para la muchedumbre, el triunfo tiene casi el mismo aspecto que la supremacía. El éxito, este artificio del talento, tiene una víctima a quien engañar: la historia. Juvenal y Tácito son los únicos que protestan. En nuestros días, ha entrado como sirviente en casa del éxito una filosofía casi oficial, que lleva la librea de su amo y le rinde homenaje en la antecámara. Hay que tener éxito: ésa es la teoría. La prosperidad supone capacidad. Ganen la lotería y ya serán capaces. El que triunfa es objeto de veneración. Todo consiste en nacer de pie. Tengan suerte, lo demás ya llegará; sean felices, y los considerarán grandes. Fuera de cinco o seis excepciones importantes, que constituyen la luz de un siglo, la admiración contemporánea no es más que miopía. Lo dorado es considerado oro. No importa ser un cualquiera, si se llega el primero. El vulgo es un viejo Narciso que se adora a sí mismo y que celebra todo lo vulgar. Esa facultad enorme, por la cual el hombre se convierte en Moisés, Esquilo, Dante, Migue Ángel o Napoleón, la multitud la concede por unanimidad y por aclamación a quien logra su objetivo, sea quien fuere. Que un notario se transforme en diputado; que un falso Corneille haga el Tiridate; que un eunuco llegue a poseer un harén; que un militar adocenado gane por casualidad la batalla decisiva de una época; que un boticario invente las suelas de cartón para el ejército del Sambre-et-Meuse y obtenga, con aquel cartón vendido como cuero, una renta de cuatrocientos mil francos; que un buhonero contraiga matrimonio con la usura, y tenga de ella por hijos siete y ocho millones, de los cuales él es el padre y ella, la madre; que un predicador llegue a obispo por la gracia de ser gangoso; que un intendente de buena casa, al dejar el servicio, sea tan rico que lo nombren ministro de Hacienda; no importa: los hombres llaman a eso Genio, tal como Belleza a la figura de Mousqueton, y Majestad al talante de Claudio, confundiendo así con las constelaciones del abismo las huellas estrelladas que dejan en el lodo blando las patas de los gansos.“