„Me hubiera gustado ser francés hace unas semanas, el día que entró en vigor la ley prohibiendo el uso del velo en los colegios públicos de allí. En un ejercicio admirable de civismo republicano, los dirigentes musulmanes franceses dijeron a sus correligionarios que, incluso pareciéndoles mal la ley, aquello era Francia, que las leyes estaban para cumplirlas, y que quien se beneficia de una sociedad libre y democrática debe acatar las reglas que permiten a esa sociedad seguir siendo libre y democrática. Así, todo transcurrió con normalidad. Al llegar al cole las chicas se quitaban el velo, o no entraban. Y oigan. No hubo un incidente, ni una declaración pública adversa. Políticos, imanes, alumnos. Ese día, todos de acuerdo: Francia. Y ahora imaginen lo que habría ocurrido aquí en el caso –si hubiese habido cojones para aprobar esa ley, que lo dudo– de prohibirse el velo en las escuelas públicas españolas. Cada autonomía, cada municipio y cada colegio aplicando la norma a su aire, unos sí, otros no, gobierno y oposición mentándose los muertos, policías ante los colegios, demagogia, mala fe, insultos a las niñas con velo, insultos a las niñas sin velo, manifestaciones de padres, de alumnos, de sindicatos y de oenegés lo mismo a favor que en contra, el Pepé clamando Santiago y cierra España, el Pesoe con ochenta y seis posturas distintas según el sitio y la hora del día, los obispos preguntando qué hay de lo mío, ministros, consejeros y presidentes autonómicos compitiendo en decir imbecilidades, Llamazares largando simplezas sobre el federalismo intrínseco del Islam, Maragall afirmando la existencia de un Mahoma catalán soberanista, Ibarretxe diferenciando entre musulmanes a secas y musulmanes y musulmanas vascos y vascas, y los programas rosa de la tele, por supuesto, analizando intelectualmente el asunto.“
„Para el obispo, la vista de la guillotina fue un golpe terrible del cual tardó mucho tiempo en reponerse. En efecto: el patíbulo, cuando está ante nuestros ojos levantado, derecho, tiene algo que alucina. Se puede sentir cierta indiferencia hacia la pena de muerte, no pronunciarse ni en pro ni en contra, no decir ni sí ni que no mientras no se ha visto una guillotina; pero si se llega a ver una, la sacudida es violenta; es menester decidirse y tomar partido en pro o en contra de ella. Los unos admiran, como De Maistre; los otros execran, como Beccaria. La guillotina es la concreción de la ley: se llama ‘vindicta’; no es indiferente ni os permite que lo seáis tampoco. Quien llega a verla se estremece con el más misterioso de los estremecimientos. Todas las cuestiones sociales alzan sus interrogantes en torno de aquella cuchilla. El cadalso es una visión: no es un tablado ni una máquina, ni un mecanismo frío de madera, de hierro y de cuerdas. Parece que es una especie de ser que tiene no sé qué sombría iniciativa. Se diría que aquellos andamios ven, que aquella madera, aquel hierro y aquellas cuerdas tienen voluntad. En la horrible meditación en que aquella vista sume al alma, el patíbulo aparece terrible y como teniendo conciencia de lo que hace. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora, come carne, bebe sangre. Es una especie de monstruo fabricado por el juez y por el carpintero; un espectro que parece vivir una especie de vida espantosa, hecha con todas las muertes que ha dado.“
„(…) Vivimos en una sociedad sombría. Lograr el éxito, ésta es la enseñanza que, gota a gota, cae de la corrupción a plomo sobre nosotros.Digamos, sin embargo, que eso que se llama éxito es algo bastante feo. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres. Para la muchedumbre, el triunfo tiene casi el mismo aspecto que la supremacía. El éxito, este artificio del talento, tiene una víctima a quien engañar: la historia. Juvenal y Tácito son los únicos que protestan. En nuestros días, ha entrado como sirviente en casa del éxito una filosofía casi oficial, que lleva la librea de su amo y le rinde homenaje en la antecámara. Hay que tener éxito: ésa es la teoría. La prosperidad supone capacidad. Ganen la lotería y ya serán capaces. El que triunfa es objeto de veneración. Todo consiste en nacer de pie. Tengan suerte, lo demás ya llegará; sean felices, y los considerarán grandes. Fuera de cinco o seis excepciones importantes, que constituyen la luz de un siglo, la admiración contemporánea no es más que miopía. Lo dorado es considerado oro. No importa ser un cualquiera, si se llega el primero. El vulgo es un viejo Narciso que se adora a sí mismo y que celebra todo lo vulgar. Esa facultad enorme, por la cual el hombre se convierte en Moisés, Esquilo, Dante, Migue Ángel o Napoleón, la multitud la concede por unanimidad y por aclamación a quien logra su objetivo, sea quien fuere. Que un notario se transforme en diputado; que un falso Corneille haga el Tiridate; que un eunuco llegue a poseer un harén; que un militar adocenado gane por casualidad la batalla decisiva de una época; que un boticario invente las suelas de cartón para el ejército del Sambre-et-Meuse y obtenga, con aquel cartón vendido como cuero, una renta de cuatrocientos mil francos; que un buhonero contraiga matrimonio con la usura, y tenga de ella por hijos siete y ocho millones, de los cuales él es el padre y ella, la madre; que un predicador llegue a obispo por la gracia de ser gangoso; que un intendente de buena casa, al dejar el servicio, sea tan rico que lo nombren ministro de Hacienda; no importa: los hombres llaman a eso Genio, tal como Belleza a la figura de Mousqueton, y Majestad al talante de Claudio, confundiendo así con las constelaciones del abismo las huellas estrelladas que dejan en el lodo blando las patas de los gansos.“