„Es inútil. El vacío auténtico, como un blindaje, acoraza su vida. Se detiene junto a una silla, la toma por el respaldar, hace ruido con ella golpeando las patas contra el piso; pero este ruido es insuficiente para desteñir el vacío teñido de gris. Deliberadamente hace pasar ante sus ojos paisajes anteriores, recuerdos, sucesos; pero su deseo no puede engarfiar en ellos, resbalan como los dedos de un hombre extenuado por los golpes de agua, en la superficie de una bola de piedra. Los brazos se le caen a lo largo del cuerpo, la mandíbula se le afloja. Es inútil cuanto haga para sentir remordimiento o para encontrar paz. Igual que las fieras enjauladas, va y viene por su cubil frente a la indestructible reja de su incoherencia. Necesita obrar, mas no sabe en qué dirección. Piensa que si tuviera la suerte de encontrarse en el centro de una rueda formada por hombres desdichados, en el pastizal de una llanura o en el sombrío declive de una montaña, él les contaría su tragedia. Soplaría el vien­to doblando los espinos, pero él hablaría sin reparar en las estrellas que empezaban a ser visibles en lo negro. Está seguro que aquel círculo de vagabundos comprendería su desgracia; pero allí, en el corazón de una ciudad, en una pieza perfectamente cúbica y sometida a disposiciones del digesto municipal, es ab­surdo pensar en una confesión. ¿Y si lo viera a un sacerdote y se confiara a él? Mas, ¿qué puede decirle un señor afeitado, con sotana y un inmenso aburri­miento empotrado en el caletre? Está perdido, ésa es la verdad; perdido para sí mismo.“
„Uno puede desayunarse cada mañana viendo en los periódicos y la tele cómo gudaris y otros paladines catalaúnicos, celtas, euskaldunes, andalusíes o de donde sean, incluso cretinos bocazas peinados de través como el coqueto y casposo Iñaki Anasagasti, meten el dedo, removiéndolo, en cuanto ojo encuentran a mano, con tal de joder un poquito más, o se limpian las babas con cualquier bandera que no sea la de su parcelita. Pero que a los demás no se nos ocurra, por Dios, hablar de Historia, ni de España, ni de nada, ni siquiera en términos generales, que no coincida exactamente con lo expuesto en el escaparate de su negocio. Hasta ahí podíamos llegar. (…) Veinticinco siglos de memoria documentada, bibliotecas, viejas piedras y paisajes no tienen la menor importancia frente a la historia local reescrita por mercenarios de pesebre, que es la única que les importa. Mal acostumbrados por gobernantes expertos en succionar entrepiernas a cambio de votos –desde el amigo Aznar al pacífico Zapatero–, a los patriotas de cercanías les sienta fatal que alguien les lleve la contraria a estas alturas del desmadre, cuando gracias a la cobardía, la incultura y la estupidez de la infame clase política española todo parece estar, por fin, al alcance de su mano. Quisieran esos pseudohistoriadores de tebeo que, cada vez que llega una de sus cartas refutando con argumentos de hace tres días lo que gente docta e inteligente tardó siglos en acumular, probar y fijar, yo me levante de la mesa, vaya a mi biblioteca, y ante los veinte mil libros que hay en ella, ante las catedrales, los castillos, los acueductos romanos, las iglesias visigodas y los museos, ante los documentos históricos conservados en los archivos de toda España y de medio mundo, diga: «Mentís como bellacos. Acaba de poneros patas arriba mi primo Astérix con dos recortes de periódico, cuatro cañonazos de Felipe V y las obras completas de Sabino Arana». Encima, oigan, algunos amenazan con no leerme nunca más, o juran que no volverán a hacerlo en el futuro. Para castigarme por españolista, por facha y por cabrón. Y qué quieren que les diga. Que sin lectores así puedo pasarme perfectamente. Que vayan y lean a su puta madre.“
„(…) Vivimos en una sociedad sombría. Lograr el éxito, ésta es la enseñanza que, gota a gota, cae de la corrupción a plomo sobre nosotros.Digamos, sin embargo, que eso que se llama éxito es algo bastante feo. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres. Para la muchedumbre, el triunfo tiene casi el mismo aspecto que la supremacía. El éxito, este artificio del talento, tiene una víctima a quien engañar: la historia. Juvenal y Tácito son los únicos que protestan. En nuestros días, ha entrado como sirviente en casa del éxito una filosofía casi oficial, que lleva la librea de su amo y le rinde homenaje en la antecámara. Hay que tener éxito: ésa es la teoría. La prosperidad supone capacidad. Ganen la lotería y ya serán capaces. El que triunfa es objeto de veneración. Todo consiste en nacer de pie. Tengan suerte, lo demás ya llegará; sean felices, y los considerarán grandes. Fuera de cinco o seis excepciones importantes, que constituyen la luz de un siglo, la admiración contemporánea no es más que miopía. Lo dorado es considerado oro. No importa ser un cualquiera, si se llega el primero. El vulgo es un viejo Narciso que se adora a sí mismo y que celebra todo lo vulgar. Esa facultad enorme, por la cual el hombre se convierte en Moisés, Esquilo, Dante, Migue Ángel o Napoleón, la multitud la concede por unanimidad y por aclamación a quien logra su objetivo, sea quien fuere. Que un notario se transforme en diputado; que un falso Corneille haga el Tiridate; que un eunuco llegue a poseer un harén; que un militar adocenado gane por casualidad la batalla decisiva de una época; que un boticario invente las suelas de cartón para el ejército del Sambre-et-Meuse y obtenga, con aquel cartón vendido como cuero, una renta de cuatrocientos mil francos; que un buhonero contraiga matrimonio con la usura, y tenga de ella por hijos siete y ocho millones, de los cuales él es el padre y ella, la madre; que un predicador llegue a obispo por la gracia de ser gangoso; que un intendente de buena casa, al dejar el servicio, sea tan rico que lo nombren ministro de Hacienda; no importa: los hombres llaman a eso Genio, tal como Belleza a la figura de Mousqueton, y Majestad al talante de Claudio, confundiendo así con las constelaciones del abismo las huellas estrelladas que dejan en el lodo blando las patas de los gansos.“
„¡La laguna de Flint! Nuestra nomenclatura es pobre. ¿Qué derecho tenía el sucio y estúpido granjero, cuya granja lindaba con esta agua celestial, a darle su nombre tras haber desnudado sin piedad sus riberas? No es para mi el nombre de un avaro que prefería la resplandeciente superficie de un dólar o de un centavo nuevo, en la que podía ver su propia cara dura; que consideraba intrusos a los mismos patos salvajes que anidaban allí y cuyos dedos habían crecido hasta convertirse en garras curvas y callosas por el hábito de agarrar las cosas como una arpía. No voy allí a ver ni a oír hablar de alguien que nunca ha ‘visto’ (palabra enfatizada en cursiva) la laguna, ni se ha bañado en ella, ni la ha amado, ni protegido, ni pronunciado una palabra a su favor, ni agradecido a Dios que la creara. Démosle más bien el nombre de los peces que nadan en ella, de las aves salvajes o los cuadrúpedos que la frecuentan, de las flores silvestres que crecen en sus orillas o de algún hombre o niño salvaje cuya historia se haya entretejido con la de la laguna, no el de aquel que no podría mostrar otro título que el hecho de que otro vecino de mentalidad semejante o la cámara legislativa se lo hayan otorgado a él, que sólo pensaba en su valor monetario y cuya presencia ha sido nefasta para la orilla, que esquilmó la tierra a su alrededor y habría agotado el agua, que lamentaba que no fuera una pradera de heno inglés o de arándanos. A su parecer, nada había que salvar en la laguna y la habría drenado y venido por el légamo del fondo. La laguna no movía su molino ni era, para él, un privilegio contemplarla. No respeto su trabajo ni su granja, donde todo está tasado. Ese hombre sería capaz de llevar el paisaje y a su Dios y al mercado si pudiera obtener algo a cambio; su Dios es el mercado, por eso va allí; nada crece libremente en su granja: sus campos no dan cosechas, sus prados no dan flores, sus árboles no dan fruto, sino dólares. No ama la belleza de sus frutos; sus frutos no están maduros para él hasta que se convierten en dólares.“
„Recorría sin descanso la inmensidad del sur con su pequeño ejército, adentrándose en los bosques húmedos y sombríos, bajo la alta cúpula verde tejida por los árboles más nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometría. Las patas de los caballos pisaban un colchón fragante de humus, mientras los jinetes se abrían camino con las espadas en la espesura, a ratos impenetrable, de los helechos. Cruzaban arroyos de aguas frías, donde los pájaros solían quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergían a los recién nacidos. Los lagos eran prístinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podían contarse las piedrecillas en el fondo. Las arañas tejían sus encajes, perlados de rocío, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pájaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar. La luz se filtraba entre las hojas y dibujaba sombras en el paisaje; la niebla subía del suelo tibio y envolvía el mundo en un hálito de misterio. Lluvia y más lluvia, ríos, lagos, cascadas de aguas blancas y espumosas, un universo líquido. Y al fondo, siempre, las montañas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otoño el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnífico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo. El Jardín del Edén, la tierra prometida, el paraíso. Mudo, mojado de lágrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile.“