„La mayor parte de los primeros filósofos consideraban como principios de todas las cosas que constituyen la naturaleza de la materia. Aquello de que están formados todos los seres, el punto de partida de su generación y el término de su decadencia, en tanto que la sustancia persiste bajo la diversidad de sus determinaciones, tal es para ellos el elemento, el principio de los seres, y en consecuencia, creen que nada es ni generado ni destruido puesto que este tipo de entidad se mantiene siempre, así como decimos que Sócrates no llega a ser en sentido absoluto cuando deviene hermoso o músico ni tampoco perece si pierde esos modos de ser porque el sustrato, Sócrates mismo, permanece. Por eso dicen esos filósofos que nada nace ni se corrompe, pues debe haber alguna realidad, una o múltiple, de donde todas las restantes cosas se engendran, más conservándose siempre ella misma. En cuanto al número y naturaleza de esos elementos no están todos los pensadores de acuerdo. Tales, fundador de este tipo de filosofía, expresa que el principio es el agua (razón por la cual declaraba que la tierra reposaba sobre el agua; dedujo este principio tal vez al comprobar que la nutrición de todas las cosas provine de lo húmedo y que el calor mismo de ello procede y por ello es mantenido (y aquello de donde surgen es el principio para todas las cosas). Obtuvo esta noción de tal hecho y también de aquel otro según el cual las simientes de todas las cosas tienen una naturaleza de las cosas húmedas.“
„Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra “mi señora”; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está emporcado para siempre.No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.“