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„Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo.“
„«Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra.»Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije: «¡Regresa Susana!»»Pedro Páramo siguió moviendo los labios, susurrando palabras. Después cerró la boca y entreabrió los ojos, en los que se reflejó la débil claridad del amanecer.Amanecía.“
„Si cada uno limpia su vereda, la calle estará limpia.“
„Aspiro a no depender de nadie, ni del hombre que adoro. No quiero ser su manceba, tipo innoble, la hembra que mantienen algunos individuos para que les divierta, como un perro de caza; ni tampoco que el hombre de mis ilusiones se me convierta en marido. No veo la felicidad en el matrimonio. Quiero, para expresarlo a mi manera, estar casada conmigo misma, y ser mi propia cabeza de familia. No sabré amar por obligación; sólo en la libertad comprendo mi fe constante y mi adhesión sin límites. Protesto, me da la gana de protestar contra los hombres que se han cogido todo el mundo por suyo, y no nos han dejado a nosotras más que las veredas estrechitas por donde ellos no saben andar…“
„En eso, estalló la balacera a sus espaldas. Una gritería ensordecedora se levantó alrededor; la gente corría entre los autos, los carros se trepaban a las veredas. Antonio oyó voces histéricas: «¡Ríndanse, carajo!». «¡Están rodeados, pendejos!» Al ver que Juan Tomás, exhausto, se paraba, se paró también a su lado y comenzó a disparar. Lo hacía a ciegas, porque caliés y guardias se escudaban detrás de los Volkswagen, atravesados como parapetos en la pista, interrumpiendo el tráfico. Vio caer a Juan Tomás de rodillas, y lo vio llevarse la pistola a la boca, pero no alcanzó a dispararse porque varios impactos lo tumbaron. A él le habían caído muchas balas ya, pero no estaba muerto. «No estoy muerto, coño, no estoy.» Había disparado todos los tiros de su cargador y, en el suelo, trataba de deslizar la mano al bolsillo para tragarse la estricnina. La maldita mano pendeja no le obedeció. No hacía falta, Antonio. Veía las estrellas brillantes de la noche que empezaba, veía la risueña cara de Tavito y se sentía joven otra vez.“