„(…) Vivimos en una sociedad sombría. Lograr el éxito, ésta es la enseñanza que, gota a gota, cae de la corrupción a plomo sobre nosotros.Digamos, sin embargo, que eso que se llama éxito es algo bastante feo. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres. Para la muchedumbre, el triunfo tiene casi el mismo aspecto que la supremacía. El éxito, este artificio del talento, tiene una víctima a quien engañar: la historia. Juvenal y Tácito son los únicos que protestan. En nuestros días, ha entrado como sirviente en casa del éxito una filosofía casi oficial, que lleva la librea de su amo y le rinde homenaje en la antecámara. Hay que tener éxito: ésa es la teoría. La prosperidad supone capacidad. Ganen la lotería y ya serán capaces. El que triunfa es objeto de veneración. Todo consiste en nacer de pie. Tengan suerte, lo demás ya llegará; sean felices, y los considerarán grandes. Fuera de cinco o seis excepciones importantes, que constituyen la luz de un siglo, la admiración contemporánea no es más que miopía. Lo dorado es considerado oro. No importa ser un cualquiera, si se llega el primero. El vulgo es un viejo Narciso que se adora a sí mismo y que celebra todo lo vulgar. Esa facultad enorme, por la cual el hombre se convierte en Moisés, Esquilo, Dante, Migue Ángel o Napoleón, la multitud la concede por unanimidad y por aclamación a quien logra su objetivo, sea quien fuere. Que un notario se transforme en diputado; que un falso Corneille haga el Tiridate; que un eunuco llegue a poseer un harén; que un militar adocenado gane por casualidad la batalla decisiva de una época; que un boticario invente las suelas de cartón para el ejército del Sambre-et-Meuse y obtenga, con aquel cartón vendido como cuero, una renta de cuatrocientos mil francos; que un buhonero contraiga matrimonio con la usura, y tenga de ella por hijos siete y ocho millones, de los cuales él es el padre y ella, la madre; que un predicador llegue a obispo por la gracia de ser gangoso; que un intendente de buena casa, al dejar el servicio, sea tan rico que lo nombren ministro de Hacienda; no importa: los hombres llaman a eso Genio, tal como Belleza a la figura de Mousqueton, y Majestad al talante de Claudio, confundiendo así con las constelaciones del abismo las huellas estrelladas que dejan en el lodo blando las patas de los gansos.“
„Ya no, ya no,ya no me sirves, zapato negro,en el cual he vivido como un piedurante treinta años, pobre y blanca,sin atreverme apenas a respirar o hacer achís.Papi: he tenido que matarte.Te moriste antes de que me diera tiempo…Pesado como el mármol, bolsa llena de Dios,lívida estatua con un dedo del pie gris,del tamaño de una foca de San Francisco.Y la cabeza en el Atlántico extravaganteen que se vierte el verde legumbre sobre el azulen aguas del hermoso Nauset.Solía rezar para recuperarte.Ach, du.En la lengua alemana, en la localidad polacaapisonada por el rodillode guerras y más guerras.Pero el nombre del pueblo es corriente.Mi amigo polacodice que hay una o dos docenas.De modo que nunca supe distinguir dóndepusiste tu pie, tus raíces:nunca me pude dirigir a ti.La lengua se me pegaba a la mandíbula.Se me pegaba a un cepo de alambre de púas.Ich, ich, ich, ich,apenas lograba hablar:Creía verte en todos los alemanes.Y el lenguaje obsceno,una locomotora, una locomotoraque me apartaba con desdén, como a un judío.Judío que va hacia Dachau, Auschwitz, Belsen.Empecé a hablar como los judíos.Creo que podría ser judía yo misma.Las nieves del Tirol, la clara cerveza de Viena,no son ni muy puras ni muy auténticas.Con mi abuela gitana y mi suerte raray mis naipes de Tarot, y mis naipes de Tarot,podría ser algo judía.Siempre te tuve miedo,con tu Luftwaffe, tu jerga pomposay tu recortado bigotey tus ojos arios, azul brillante.Hombre-panzer, hombre-panzer: oh Tú…No Dios, sino un esvásticatan negra, que por ella no hay cielo que se abra paso.Cada mujer adora a un fascista,con la bota en la cara; el bruto,el bruto corazón de un bruto como tú.Estás de pie junto a la pizarra, papi,en el retrato tuyo que tengo,un hoyo en la barbilla en lugar de en el pie,pero no por ello menos diablo, no menosel hombre negro queme partió de un mordisco el bonito corazón en dos.Tenía yo diez años cuando te enterraron.A los veinte traté de morirpara volver, volver, volver a ti.Supuse que con los huesos bastaría.Pero me sacaron de la tumba,y me recompusieron con pegamento.Y entonces supe lo que había que hacer.Saqué de ti un modelo,un hombre de negro con aire de Meinkampf,e inclinación al potro y al garrote.Y dije sí quiero, sí quiero.De modo, papi, que por fin he terminado.El teléfono negro está desconectado de raíz,las voces no logran que críe lombrices.Si ya he matado a un hombre, que sean dos:el vampiro que dijo ser túy me estuvo bebiendo la sangre durante un año,siete años, si quieres saberlo.Ya puedes descansar, papi.Hay una estaca en tu negro y grasiento corazón,y a la gente del pueblo nunca le gustaste.Bailan y patalean encima de ti.Siempre supieron que eras tú.Papi, papi, hijo de puta, estoy acabada.“
„¿Puede Fernando dar Constitución a sus pueblos desde el cautiverio en que gime? No. ¿Pretende acaso el rey, que continuemos en nuestra antigua Constitución? Le diríamos que no conocemos ninguna y que las Leyes arbitrarias, dictadas por la codicia para esclavos y colonos, no pueden reglar la suerte de unos hombres que desean ser libres. ¿Aspiraría el Rey a que viviésemos en la misma miseria que antes y continuásemos formando un grupo de hombres a quien un virrey puede decir impunemente que han sido destinados por la naturaleza para «vegetar en la oscuridad y el abatimiento»? El cuerpo de dos millones de hombres debería responderle: Hombre imprudente, qué descubres en tu persona que te haga superior a las nuestras? ¿Cuál sería tu imperio, si no te lo hubiésemos dado nosotros? ¿Acaso hemos depositado en ti nuestros poderes para que los emplees en nuestra desgracia? Tenías obligación de formar tú mismo nuestra felicidad, éste es el precio a que únicamente pusimos la corona en tu cabeza. Te la dejaste arrebatar por un acto de inexperiencia, capaz de hacer dudar, si estabas excluído del número de aquellos hombres a quienes parece haber criado la naturaleza para dirigir a los otros; reducido a prisiones e imposibilitado de desempeñar tus deberes, hemos tomado el ímprobo trabajo de ejecutar por nosotros mismos lo que debieran haber hecho los que se llaman nuestros reyes; si te opones a nuestro bien, no mereces reinar sobre nosotros, y si quieres manifestarte acreedor a la elevada dignidad que te hemos conferido, debes congratularte de verte colocado al frente de una nación libre. ¿Podría el Rey oponerse a las resoluciones del Congreso? Semejante duda sería un delito. El Rey, a su regreso, no podría resistir una Constitución a la que aún estando al frente de las Cortes, debió siempre conformarse… y si algún día logra la libertad porque suspiramos, una sencilla transmisión le restituiría al trono de sus mayores con las variaciones y reformas que los pueblos hubiesen establecido para precaver los funestos resultados de un poder arbitrario.“